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Historia de Codadac y sus hermanos VIII

A esta orden, se estremecieron todos los presentes, y el gran visir, sin replicar, se puso la mano sobre la cabeza para manifestar que estaba pronto a obedecer, y salió de la sala para cumplir el mandato que acababa de recibir. Entretanto el rey despidió a todos los que hacían acudido a pedirle audiencia, declarando que en todo el mes no quería que le hablasen de negocios. Se hallaba aún en la sala cuando volvió el visir.

-¿Qué? – le preguntó el rey-, ¿se hallan ya en la torre los príncipes, mis hijos?
- Sí, señor –respondió el ministro-. Vuestras órdenes han sido cumplidas.
- Aún tengo otra que darte –repuso el rey.

Al instante salió de la sala de audiencias y volvió al aposento de Piruze con el gran visir. Le preguntó a la princesa dónde estaba hospedada la viuda de Codadac, y respondiéndole las esclavas de Piruze, porque el cirujano lo había dicho en su narración, se volvió el rey a su ministro y dijo:
- Vete a ese parador y tráete a la joven princesa que habita en él; pero trátala con todo el acatamiento debido a una persona de tan esclarecida alcurnia.

El visir no tardó en ejecutar lo que se le había mandado. Montó a caballo con tofos los emires y demás cortesanos, y se encaminó al parador en que estaba la princesa de Deryabar, a la cual manifestó la orden que tenía, y le presentó, de parte del rey, una hermosa mula blanca, con silla y arreos de oro, bordados de rubíes y esmeraldas. Montó la princesa y se encaminó a palacio con un séquito esplendoroso. La acompañaba también el cirujano en un hermoso caballo tártaro, que el visir le había ofrecido. Los vecinos se asomaban todos a las ventanas o salían a la calle para ver pasar tan magnífica comitiva, y cundiendo la voz de que la princesa que se encaminaba con tanta pompa a palacio era la esposa de Codadac, resonaron mil alegres vivas, que sin duda se trocaron en gemidos de saber la suerte fatal del príncipe.

La princesa de Deryabar halló al rey a la puerta de palacio. Le presentó la mano y la condujo al aposento de Piruze, donde ocurrió una escena lastimosa y peregrina. La esposa de Codadac sintió nuevo pesar al ver el aspecto de los padres de su marido, y éstos no pudieron menos de enternecerse al ver a la esposa de su hijo. Se echó ésta a los pies del rey, y habiéndolos regado con su llanto quedó sobrecogida de tan intenso dolor, que apenas pudo hablar. No era menos doloroso el estado de Piruze; parecía traspasada de dolor, y el rey, conmovido, se dejó llevar por su amarga pesadumbre, y los tres, confundiendo sus gemidos y sus lágrimas, guardaron largo rato acongojado silencio. Por fin, la princesa de Deryabar, volviendo en sí, refirió el lance del castillo y la desgracia de Codadac, pidiendo justicia contra la traición de los príncipes.

- Sí, señora –le dijo el rey-, esos ingratos perecerán; pero antes debe publicarse la muerte de Codadac, para que mis súbditos no se subleven al presenciar el suplicio de sus hermanos. Además, aunque no tenemos el cuerpo de mi hijo, no por eso dejaremos de tributarle los honores debidos.
A estas palabras se encaró con su visir y le mandó que se edificase un sepulcro de mármol blanco en la hermosa llanura donde descuella la ciudad de Harrán, y que se diera un magnífico aposento en palacio a la princesa de Deryabar, a la que reconoció por nuera.
Hasán mandó trabajar con tanta actividad y empleó tantos operarios que al cabo de algunos días quedó concluido el sepulcro, sobre el cual colocaron una estatua que representaba a Codadac. Terminados los trabajos, dispuso el rey que se hiciesen rogativas y señaló día para las exequias de su hijo.

Llegado el día señalado salió todo el vecindario a ver la ceremonia, que se celebró en esta forma: el rey, acompañado de su visir y de los principales señores de la corte, se encaminó al sepulcro, y cuando estuvieron junto a él se sentaron todos sobre las alfombras de raso negro, bordadas de oro; luego se acercaron los guardias de a caballo, y dieron dos veces la vuelta al sepulcro con el mayor silencio; pero a la tercera se pararon delante de la entrada, y dijeron, uno tras otro, estas palabras en alta voz:
-¡Oh, príncipe, hijo del rey! Si algún alivio pudiéramos proporcionar a tus quebrantos con el filo de nuestros alfanjes y el esfuerzo humano, volverías a ver la luz del día; pero el Rey de los reyes ha decretado, y el ángel de la muerte ha obedecido.

Ya amanecía y Scherezade tuvo que suspender la narración.

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