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Historia de Codadac y sus hermanos VII

Se dirigió, pues, a la ciudad caminando hacia el palacio como un hombre llevado por la curiosidad de ver la corte, cuando vio a una dama montada en una mula ricamente enjaezada. Formaban su séquito varias doncellas igualmente montadas y gran número de esclavos negros. Todo el vecindario se alienaba para dejarla pasar, y la saludaban postrándose hasta el suelo. La saludó el cirujano con el mismo acatamiento y luego preguntó a un calentado que se hallaba a su lado, si era aquella una de las mujeres del rey.

-Sí, es una de ellas- le dijo el calendo-, y la más honrada y querida del pueblo, porque es la madre de Codadac, de quien sin duda habréis oído hablar.

Le bastó esto al cirujano para seguir de cerca a Piruze hasta una mezquita en la que entró para dar limosnas y asistir a las rogativas dispuestas por el rey para pedir a Dios que le devolviese a Codadac. Se agolpaba el pueblo, muy interesado en la suerte del príncipe, para unir sus ruegos a las oraciones de los sacerdotes, de modo que la mezquita estaba llena de gente. Pasó el cirujano por en medio de la muchedumbre y se acercó hasta los guardianes de Piruze. Oyó todas las oraciones, u cuando aquella princesa se marchaba, se acercó a uno de los esclavos de acompañamiento y le dijo al oído:
-Hermano, tengo un secreto importante que descubrir a la princesa Piruze. ¿Podrías introducirme en su aposento?
- Si ese secreto –respondió el esclavo- tiene relación con el príncipe Codadac, desde ahora os prometo que lograréis la audiencia que deseáis; pero si se trata de otro asunto, no os presentéis a la princesa, porque no quiere que le hablan de otro asunto que del de su hijo.
- De ese querido hijo quiero hablarle- repuso el cirujano.
-Siendo así –dijo el esclavo-, seguidme a palacio y pronto hablaréis con ella.

Y, en efecto, cuando Piruze volvió a su aposento, el esclavo le dijo que un desconocido quería comunicarle una noticia importante relativa al príncipe Codadac. Apenas hubo oído estas palabras la princesa manifestó ardientemente deseo de ver al desconocido, a quién llevó el esclavo al aposento de la princesa, quien despidió a sus esclavas, excepto a dos que le merecían total confianza. Al entrar el cirujano, preguntó arrebatadamente qué noticias traía de Codadac.
- Señora –respondió el cirujano, después de haberse postrado hasta el suelo-, larga es la relación que tengo que haceros y asombrosos los hechos que voy a referiros.

Le contó entonces muy detalladamente cuanto había ocurrido con Codadac y sus hermanos, escuchándole la princesa con suma atención; pero cuando llegó a hablar del asesinato, aquella tierna madre cayó desmayada sobre un sofá. Como si se sintiera traspasada con los mismos puñales que habían atravesado a su hijo. Acudieron las dos esclavas y la hicieron volver en sí. El cirujano prosiguió la narración, y cuando la hubo terminado, la princesa dijo:
-Volved con la princesa de Deryabar y aseguradle, en mi nombre, que el rey la reconocerá por nuera, y estad persuadido de que sabrá agradecer vuestros servicios. Luego que el cirujano se marchó, Piruze permaneció postrada de dolor, fijo el pensamiento en su querido Codadac.
-¡Oh hijo mío! –decía-. ¿Por qué he de verme para siempre privada de tu vista? ¡Ay de mí! Cuando te dejé marchar de Samaria para venir a esta corte y te despediste de mí, era muy ajena a que te aguardase una muerte funesta lejos de mi presencia. ¡Oh, desventurado Codadac!, ¿por qué te separaste de mí? Verdad es que no te hubieras granjeado tantísima gloria; pero aún estarías con vida y no harías derramar tantas lágrimas a tu madre.

Al decir estas palabras lloraba amargamente, y sus dos confidentes, conmovidas por su desconsuelo, confundían sus lágrimas con las de la princesa. Mientras estaban las tres inconsolables, entró el rey en el aposento, y viendo su angustia preguntó a Piruze si había tenido alguna triste nueva de Codadac.
-¡Ah señor –le dijo la princesa-, todo se acabó! Mi hijo ha muerto, y para mayor dolor no puedo tributarle los honores debidos, porque, según toda apariencia, le han devorado las fieras.

Al mismo tiempo le refirió cuanto le había dicho el cirujano, y no dejó de manifestarle de qué modo cruel había perecido Codadac bajo el puñal de sus hermanos. No le dio el rey tiempo a la princesa para que terminara su narración, y cediendo a su enojo, le dijo:
-Señora, ya recibirán el debido castigo los pérfidos que os hacen derramar tantas lágrimas y traspasan de dolor el corazón de un tierno padre.

Dicho esto, el monarca pasó a la sala de audiencias rebosando ira. Le rodearon todos sus palaciegos y los súbditos que tenían alguna súplica que hacerle, y se quedaron atónitos ante el furor que se leía en sus ojos. Supusieron que estaba enojado contra su pueblo, y el temor se apoderó de sus corazones. El monarca se sentó en su trono, y llamando a su visir, dijo:
-Hasán, tengo que darte una orden: toma inmediatamente mil soldados de mi guardia y prende a todos los príncipes, mis hijos. Enciérralos en la torre destinada a servir de cárcel para los asesinos, y ejecútalos prontamente.

Scherezade interrumpió su narración pues ya amanecía.

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