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Historia de Codadac y sus hermanos VI

Entretanto Codadac, anegado en sangre y casi muerto, se hallaba en su tienda con la princesa, su mujer, tan digna de compasión como él mismo, pues hacía resonar el aire con sus gritos, se arrancaba los cabellos y regaba con sus lágrimas el cuerpo exánime de su marido.

-¡Ah, Codadac! –exclamaba-. Mi querido Codadac, ¿eres tú el que veo pronto a yacer con los muertos? ¿Qué manos crueles te han puesto en esa situación? ¿Podré creer que sean tus propios hermanos, a quienes tu denuedo salvó la vida? No, son más bien demonios con este dictado tan halagüeño han venido a exterminarte. ¡Bárbaros! Quienesquiera que seáis, ¿cómo habéis podido pagar con tan atroz ingratitud el beneficio que acababa de haceros? Pero, ¿por qué culpar a tus hermanos, desgraciado Codadac? A mí sola es a quien debo achacar tu muerte. Has querido unir tu suerte a la mía, y te alcanzó todo el peso de la desventura que me persigue desde que dejé el palacio de mi padre. ¡Oh cielos, que me habéis condenado a una vida errante y llena de fracasos! Si no queréis que tenga esposo, ¿por qué habéis consentido que lo encuentre? He aquí el segundo que me arrebatáis cuando empezaba a amarle.

Con estas palabras, y otras más dolorosas, daba rienda suelta a su quebranto la desdichada princesa de Deryabar, mirando al pobre Codadac que no podía oírla. Sin embargo, no estaba muerto, y su mujer notando que respiraba aún, corrió a una aldea cercana, en busca de un cirujano. La dirigieron a uno, que marchó al instante con ella pero cuando llegaron a la tienda ya no encontraron a Codadac, lo que les hizo creer que alguna fiera se lo había llevado para devorarlo. Redobló la princesa sus lamentos, y el cirujano, enternecido al ver el estado en que se hallaba, le propuso que volviese a la aldea, ofreciéndole su casa y sus servicios.

Harrán en el siglo XII - Pintura de Mehmet Inci

Se dejó conducir, y el cirujano la llevó a su albergue, y aunque no sabía quien era, la trató con mucha consideración y guardó con ella todas las atenciones imaginables. Creía de este modo aliviar su dolor; pero no hacía más que renovarlo.

-Señora –le dijo días después-, os ruego que me refiráis todas vuestras desventuras; decidme de qué país sois y cuál es vuestro rango. Quizá pueda daros algunos consejos cuando me entere de vuestro infortunio. No hacéis más que desconsolaros, sin pensar que hay remedios aun para males más desesperados.
Habló el cirujano con tanta elocuencia que persuadió a la princesa. Ella le refirió sus aventuras, y cuando hubo terminado su relato, el cirujano tomó la palabra.
-Señora –le dijo-, puesto que vuestra situación es tan lastimosa, permitidme que os diga que no debéis sumiros en vuestro quebranto; antes bien, armaos de valor y cumplid con vuestro deber de esposa. Debéis vengar a vuestro marido. Si queréis, os serviré de escudero e iremos a la corte del rey Harrán. Es un príncipe bondadoso y justiciero. No tenéis más que pintarle al vivo la conducta de sus hijos con Codadac, y no dudo que os hará justicia.
-Accedo a esas reflexiones – respondió la princesa-. Si, debo vengar a Codadac, y ya que sois tan oficioso y expresivo que me queréis acompañar, estoy dispuesta a partir. Apenas hubo tomado esa determinación, el cirujano mandó disponer dos camellos, en los que se trasladaron a la ciudad de Harrán.

Se apearon en el primer parador que encontraron, y preguntaron al dueño qué novedades había en la corte.
-Se halla sobresaltada –les dijo-. El rey tenía un hijo, que permaneció con él de incógnito durante mucho tiempo, y no sabe qué ha sido de él. La mujer del rey, Piruze, que es su madre, ha mandado practicar mil diligencias en su busca; pero todas han sido infructuosas. Todo el mundo siente la pérdida de ese príncipe, pues atesoraba muchas prendas sobresalientes. Tiene el rey otros cuarenta y nueve hijos, de diferentes madres; pero ninguno bastante aventajado para consolar al rey de la muerte de Codadac; digo su muerte, porque es imposible que viva no habiéndolo podido encontrar tras tantas pesquisas.

En vista de la relación del posadero, el cirujano juzgó que el único partido que había era que la princesa se presentase ante Piruze; pero este paso era arriesgado y requería tomar muchas precauciones. Era de temer que si los hijos del rey sabían la llegada e intentos de su cuñada tratasen de apoderarse de ella antes de que pudiese hablar con la madre de Codadac. Queriendo, pues, obrar con cautela, suplicó a la princesa que permaneciese en el parador mientras él iba a reconocer el palacio y buscaba algún arbitrio para comunicarse con Piruze.

Amanecía y Scherezade hubo de callar hasta la noche siguiente.

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