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Historia de Codadac y sus hermanos IV

Apenas oyeron los prisioneros estas palabras prorrumpieron en un grito de regocijo y extrañeza. Codadac y la dama empezaron a desatarlos, y al paso que iban quedando libres, ayudaban a sus compañeros; de modo que en poco rato se hallaron todos libertados.
Se pusieron de rodillas, y después de dar gracias a Codadac por lo que acababa de hacer por ellos, salieron de la cueva, y cuando estuvieron en el patio, ¡cuál fue el asombro del príncipe al ver entre los prisioneros a sus hermanos, a quienes andaba buscando desesperanzado ya de encontrarlos!
-¡Ah, príncipes! –exclamo al verlos-. ¿No me engaño? ¿Sois vosotros los que veo? ¿Puedo esperar conduciros otra vez a vuestro padre, que está inconsolable por vuestra ausencia? ¿Pero no tendrá que llorar a alguno? ¿Os halláis todos vivos? ¡Ay de mí! La muerte de uno solo sería bastante para venir a amargar la dicha de vuestra salvación. Los cuarenta y nueve príncipes se dieron a conocer a Codadac, quien los fue abrazando uno tras otro y les expresó la zozobra que estaba padeciendo el rey en su ausencia. Prorrumpieron en alabanzas a su libertador, como también los demás prisioneros, que no hallaban expresiones para manifestarles su gratitud. Todos juntos visitaron el castillo, en el que había riquezas inmensas, telas finas, brocados de oro, tapices de Persia, rasos de China y una infinidad de alhajas que el negro había robado a diferentes caravanas y cuya mayor parte pertenecía a los prisioneros que Codadac acababa de liberar.
Cada cual reconoció lo que era suyo y lo fue recobrando. El príncipe se las entregó y además repartió lo restante entre todos. Luego les dijo:
-¿Cómo haréis para transportar vuestras mercaderías? Estamos en un desierto en que no es fácil agenciárselas acémilas.
-Señor –respondió uno de los prisioneros., el negro también nos hacía robado nuestros camellos. Quizás estén en las cuadras del castillo.
-Aunque eso es muy posible –respondió Codadac-, sepámoslo de cierto.

Se dirigieron a las caballerizas, donde no sólo vieron los camellos de los mercaderes, sino también los caballos de los hijos del rey Harrán, de lo que se alegraron infinitamente. Había en las cuadras algunos esclavos que al ver a los presos en libertad supusieron que el negro había muerto. Enseguida echaron a huir por pasadizos que tenían muy sabidos y por los que nadie pensó en perseguirlos. Los mercaderes, satisfechos de haber recobrado su libertad, sus mercancías y sus camellos, se dispusieron a partir; pero antes dieron de nuevo las gracias al libertador.

Cuando se hubieron marchado, Codadac dijo a la dama:
-¿A dónde queréis ir? ¿Adónde os encaminabais cuando os sorprendió el negro? Quiero acompañaros hasta el sitio que hayáis elegido para vuestra residencia, y no dudo que estos príncipes hagan otro tanto.
Los hijos del rey Harrán protestaron que no la dejarían hasta verla en medio de sus padres.
-Príncipes –les dijo-, soy de un país muy distante, y sería abusar de vuestra generosidad distraeros de vuestros asuntos. Además, os confieso que me he alejado de mi patria para siempre. Hace poco os dije que era de El Cairo; pero después de vuestros ofrecimientos y del servicio de que os soy deudora –añadió mirando a Codadac-, correspondería muy mal no diciéndoos la verdad. Soy hija de rey, y un usurpador se apoderó del trono de mi padre, a quien asesinó. Yo, para conservar mi vida, no tuve otro arbitrio que huir.

Esta aclaración avivó la curiosidad de Codadac y de sus hermanos, y rogaron a la princesa que les refiriese su historia que se interesaban en sus quebrantos y que procurarían hacérselos más llevaderos. Les dio las gracias por sus nuevos ofrecimientos, y no pudiendo por más tiempo dejar de satisfacer sus deseos, empezó el relato de sus aventuras:
Ya amanecía y Scherezade interrumpió su narración.
HISTORIA DE LA PRINCESA DE DERYABAR

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